La vida son pérdidas. En cada instante podemos ganar, pero lo hagamos o no siempre entregamos, por ejemplo, el tiempo. Dentro de esas pérdidas están las que nos alivian, las que nos resultan indiferentes o aquellas que desearíamos no tener que afrontar. Puede ser una persona la que se marcha, pero también puede ser un objeto, una posibilidad o un sueño. Frente a este último tipo de pérdidas, especialmente las que nos cortan la piel en una herida profunda, es necesario el duelo.
El duelo entendido como un marco emocional en el que podamos manifestar la tristeza, en el que los demás se acerquen a nosotros para darnos un poco de calor que compense en alguna medida el frío que entra por el vacío que se ha creado. Un estado diseñado para la empatía, para las pocas palabras y el mucho entendimiento.
Un duelo no siempre despierta empatía
Un duelo puede complicarse, desgraciadamente, de muchas maneras. La primera es porque este apoyo social no se produce. La mayoría de nosotros entendemos que una persona pueda sufrir cuando pierde a un ser querido, ya que desgraciadamente es una experiencia por la que pasamos todos tarde o temprano. Sin embargo, para algunas personas el sufrimiento por otro tipo de pérdidas es menos comprensible. Por ejemplo, muchas de las personas que nunca han compartido su vida con un perro o que han querido a un animal no entienden el dolor que genera su pérdida.
Otras pérdidas complicadas de comprender son las oportunidades o los sueños. Estos son de cada uno, muchas veces trabajados en soledad y por lo tanto encierran una ilusión que es difícil de expresar porque no lo puedes equiparar con nada. Puedes decirle al otro que te sientes triste porque todo el trabajo que llevas realizando durante años se ha esfumado, que va ser muy complicado que lo comprenda si no te ha acompañado en ese esfuerzo, si no ha visto tu cara en los días malos. Explicar eso es muy complicado.
Las tres funciones del duelo
La primera función del duelo es reconocer que la pérdida ha existido. De hecho una experiencia hasta cierto punto antagónica al duelo es la negación: vivir como si esa persona, sueño, ilusión, objeto o animal siguiera en nuestras vidas. La persona que niega la pérdida se resiste a empezar el duelo.
De hecho, cuando esta negación se da en los primeros momentos hablamos de una estrategia adaptativa porque frena el impacto mientras el cerebro, aunque no sea de manera consciente, empieza a trabajar con la información. Sin embargo, esto no sucede cuando la negación se perpetúa, ya que la persona no puede empezar el proceso de duelo.
La segunda función del duelo es reconocer que eso tan importante que se ha marchado ha existido. El duelo de alguna manera sirve para limpiar el recuerdo de lo perdido. En este sentido, la negación del duelo puede dar lugar a la culpa porque, mientras que la persona intenta protegerse, siente que está traicionando la memoria de lo que se ha ido al no reconocer y actuar como su corazón le dicta, reconociendo la relevancia de lo que se ha marchado. De esta manera, va acumulando aún más sentimientos negativos e incluso cierto rencor y desprecio hacia sí misma.
Finalmente el duelo permite la elaboración de la historia. Nos da espacio para ponerle las últimas frases al punto y aparte y empezar un nuevo capítulo. También en muchos casos, aunque no siempre como hemos dicho antes, atrae la atención de los demás. Una atención que propicia la empatía, la escucha activa y el acompañamiento. De esta amanera, una posible sensación de abandono puede equilibrase de algún mundo con los sentimientos de acogida que brindan los demás.
El duelo es de esta manera un acto íntimo, de reconocimiento y amor a la persona que se ha marchado. Una carta escrita en el aire en la que se cierran los asuntos pendientes, en la que habita un agradecimiento por el tiempo compartido y en la que la firma nunca faltan unas sencillas palabras, “te voy a echar de menos, para siempre”.