El dolor es una de las experiencias aversivas más comunes en nuestra vida. Esta vivencia desagradable y molesta, como es conocido, cumpla una función biológica adaptativa, ya que enseña a identificar aquellos objetos o situaciones que pueden resultar peligrosos para nuestra salud e integridad. El dolor funciona, por tanto, como una señal de alarma que nos avisa cuando se produce un daño en el organismo o cuando se contrae una enfermedad. El dolor sólo cumple esta misión beneficiosa para la integridad del organismo cuando su percepción se produce de forma temporal, en función del daño o la enfermedad, y su remisión depende de la propia curación de éstos. Éste tipo de dolor que conocemos como dolor agudo.

Pero cuando el problema de dolor se prolonga mucho más allá de la curación de la enfermedad o herida o bien aparece y desaparece de forma recurrente sin guardar relación con ninguna causa orgánica conocida, o por el contrario se produce a causa de una patología conocida pero difícil de tratar, el dolor deja de cumplir esa función útil y, muy por el contrario, pasa a constituir un auténtico problema para el individuo que lo padece. Este proceso de cronificación suele coincidir, además, con una disminución en la efectividad de las soluciones médicas o farmacológicas para mitigar el dolor, junto a la aparición e incremento de otros problemas psicológicos como ansiedad y depresión. En estos casos el dolor deja de ser la señal o síntoma de un problema para convertirse en el problema en sí mismo y generar a su vez nuevos problemas. Concretamente, hablamos de dolor crónico cuando éste permanece durante un periodo superior a seis meses y es resistente a las terapias convencionales.