Aunque cuidar es una experiencia positiva, emotiva y gratificante, al mismo tiempo los cuidadores pueden experimentar periodos de estrés, ansiedad, depresión y frustración, que hay que vigilar. Cuando esto sucede los cuidadores pueden empezar a sufrir alteraciones físicas, emocionales y sociales, que pueden desequilibrar muchos aspectos de su vida. Es lo que se conoce como síndrome del cuidador quemado.
El término no es nuevo. Fue mencionado por primera vez por Herbert J. Freudenberger, psicólogo estadounidense, en 1974 (hace 40 años), para describir cómo se sentían un grupo de voluntarios que colaboraban en una clínica para ayudar a personas a abandonar las drogas. Tras un año de actividad, muchos de ellos estaban agotados, se irritaban fácilmente y habían desarrollado una actitud despectiva hacia los pacientes y una tendencia a evitarlos.
Tres años más tarde, en 1977, la psicóloga estadounidense Christina Maslach dio a conocer el término en el Congreso anual de la Asociación Americana de Psicólogos (APA), refiriéndose al profundo desgaste emocional y físico que experimenta la persona que convive y cuida de un familiar dependiente, como consecuencia de la exposición continuada a situaciones de estrés (estado de sobreesfuerzo) al que está sometido.
Por tanto, si somos capaces de identificar el detonante que hace que nos sintamos agotados o abrumados, podremos ponerle remedio. Geriatras y gerontólogos señalan algunos síntomas que nos indican que estamos al límite de nuestras fuerzas y que comenzamos a “estar quemados” (“burnout”):
Síntomas físicos
Síntomas emocionales
Síntomas sociales
Una vez conocidos los posibles síntomas de alarma, actuaremos para prevenir esta sobrecarga. No olvides que para poder cuidar, lo principal es CUIDARSE.
Dos son las escalas más utilizadas internacionalmente para la valoración de la sobrecarga del cuidador: el Índice de Robinson (1983) y la Escala de Zarit (1980).