Uno de nuestros mayores logros a nivel personal es alcanzar en un momento dado la total autonomía emocional. Es ese instante en que nos responsabilizamos por completo de nosotros mismos sin dependencias tóxicas, sin necesidad de ser validados por nadie para poder luchar con dignidad y aplomo por lo que queremos y merecemos.
No es fácil. La autonomía emocional es esa aspiración en materia de crecimiento personal que no todos logran alcanzar con autenticidad. Esta autonomía, definida siempre como la capacidad de tomar decisiones de acuerdo a la propia voluntad, tiene varios muros, altas alambradas y todo un ejército de aguerridos enemigos. Las presiones externas y nuestros saboteadores internos coartan la mayor parte del tiempo este objetivo.
Este constructo psicológico vertebra, en realidad, muchas dinámicas cotidianas que nos pueden ser más o menos familiares. Todo padre, toda madre, por ejemplo, intenta propiciar en sus hijos una adecuada autonomía emocional. Un saber hacer con el que puedan sentirse mucho más competentes a la hora de pensar, de sentir y clarificar objetivos sabiendo asumir las consecuencias de los mismos.
Por su parte, existe mucha bibliografía al respecto de la dependencia emocional y de esas relaciones donde alguno de los dos miembros ejerce el poder, mientras el otro, asume y calla por miedo, por un amor ciego o incluso por la presión de una cultura determinada. La otra cara de la moneda es, por tanto, un aspecto del que no se habla tanto como se debería en muchos de nuestros manuales de autoayuda: la autonomía emocional.
Las sibilinas redes del control y la dominación
Algo en lo que deberíamos empezar a reflexionar es en el hecho de que las personas que no saben controlarse a sí mismas son las que más ejercen la dominación sobre los demás. Hablamos sin duda de esos perfiles que carecen de una auténtica madurez emocional y que, a su vez, necesitan controlar a quien más quieren para así, reforzar su propia autoestima y validar su poder.
Tal y como señalábamos al inicio, es muy complejo salir de estas dinámicas. En especial, porque casi siempre existe un ancla soterrada que nos impide movernos de ese terreno habitado por la dependencia hacia ciertas figuras de poder: padres, madres, parejas… Las redes de control y dominación son las más delicadas y las más resistentes, porque se alimentan del amor más tormentoso que existe: nos referimos a ese amor que nos quita el oxígeno, la vida, la luz.
La vida, por sí misma, no siempre nos permite disfrutar de una total y absoluta autonomía personal. Sin embargo, lo que sí tenemos a nuestro favor es la capacidad de poder de decidir. Es ahí donde la autonomía emocional adquiere su máxima relevancia. En el momento en el que logremos desarrollar una adecuada claridad mental para recuperar la voz y la dignidad, seremos capaces de decir qué queremos, cuándo lo queremos, qué no queremos y a quién no queremos en nuestra vida.
Cómo lograr nuestra autonomía emocional
Alzarnos como hábiles estrategas en autonomía emocional, implica dominar ante todo eso que definimos como autoeficacia. Construir una identidad fuerte que vele por nuestra integridad, que sepa tomar decisiones responsabilizándose de las consecuencias y que a su vez, nos aporte un actitud positiva ante la vida, implica hacer un viaje muy particular. Un viaje a nuestro interior para ser consciente de diversos aspectos.
Las bases de la autoeficacia
Si alguien elige las cosas por ti, no te sientes eficaz. Si resuelven tus problemas, si esperas que alguien valide tus ideas, que te den permiso, o te indiquen por dónde debes ir y por donde no, nunca desarrollarás una adecuada autoeficacia. Así pues, recuerda, aunque dudes, aunque te de miedo, aunque no te sientas capaz, hazlo: decídete a actuar por ti mismo.
Es cuando le decimos al otro aquello de “tú haz lo que quieras”, “decide lo que necesites”, “Lo que digas me parecerá bien”, “sal esta noche con tus amigos si así lo quieres…” Cuando en verdad, lo que esperamos es justo lo contrario. En realidad, se trata de mandatos implícitos que debemos saber gestionar para que la autonomía emocional sea auténtica y plena en esa relación.
La autonomía emocional nos dicta también que ninguna persona tiene derecho a decidir por nosotros el estado de ánimo que debemos tener. “Tú estás bien donde estás”, “Eso es lo que te conviene, eso es lo que te hace feliz y no esas tonterías que tienes en la cabeza”.
Tal vez deberíamos tomar como propio el consejo que nos dejó Erich Fromm en su momento: “atrévete a ser libre”. Porque a veces, no es más que eso, atrevernos, dar el paso hacia delante para convertirnos en aquello que realmente queremos.